Hay un hombre que viene todos los días a la playa con media ferretería metida en la bolsa del supermercado. Trae el armazón de un carro de la compra, un rollo de cuerda fina y otro de cuerda gruesa; trae la sombrilla, una pala y un martillo... y trae unos hierros con los que ancla su sombrilla en la arena. Seguramente soldó él mismo los hierros con su argolla, seguramente es el hierro más templado, más resistente; seguramente a mí me da igual y a él no.
Esta mañana, como todas, el hombre ha sacado su martillo y, arrodillado, ha clavado con furia los hierros en la arena. Tiene fuerza. Ojalá siempre tenga unos hierros a mano para desahogarse.
Esta mañana, como todas, su mujer le ha dicho que podría haber clavado los hierros un poco más allá. Pero hoy, sólo hoy, él le ha hecho caso. Se ha levantado con parsimonia y se ha sacudido la arena de las rodillas. Después, inclinándose un poco, ha agarrado los hierros con esas manos temibles. Todos hemos contenido el aliento, menos mal.
Con un impulso entre divino y equino el hombre ha estirado con todas sus fuerzas; un latigazo, una rápida sacudida, como si quisiera llevarse el mantel y dejar las copas de pie.
Y eso ha hecho. Con un amplio movimiento de su brazo derecho, el hombre ha conseguido que la playa saliera disparada, resbalando bajo nuestros pies, y quedara, andrajosa, colgando de los puñeteros hierros.
Luego, con los hierros en alto y un extenso manto de arena tras de sí, el hombre ha mirado a su mujer, inquisitivo.