miércoles, 29 de septiembre de 2010

Un, dos, tres...

Han encontrado el cuerpo de un niño momificado en el hueco de un roble.

Lord Sickwendall ha intentado que no se lo llevaran, aduciendo que son sus tierras, que es un descubrimiento arqueológico inusual y que tamaño hallazgo no debería profanarse.

Lady Chipperton está declarando en comisaría, dice que su hermano desapareció en el bosque jugando al escondite con Lord Sickwendall. Dice que habían apostado tres libras por cada hora que tardara en encontrarlo. Dice que hace ya setenta y cuatro años.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Le llama tonto

Damián yace desplomado junto al sofá, inmóvil desde hace diez minutos. Julia todavía no ha llegado. Él se hace el muerto.

A Damián le gusta gastar bromas cuando está de buen humor. Julia siempre agita las manos delante de la cara, da saltitos y le llama tonto. Julia siempre dice que algún día se cansará de sus bromas y se irá.

Damián yace desplomado junto al sofá, inmóvil desde hace doce días. Julia todavía no ha llegado.


miércoles, 22 de septiembre de 2010

Cuentos murcianos VI, La Roja

The Red Ones
El camarero les daba a beber a la boca porque no tenían manos. Uno de ellos me relató el accidente. Estaban en el bar, viendo el partido por la tele; España marcó y todos saltaron a celebrarlo. No imaginaban que el ventilador pudiera cortar los quince brazos con semejante violencia.

-Fue un lío terrible –me dijo–. Algunos aún nos abrazábamos entre resbalones; luego nos agachamos a recoger las manos y a ordenarlas, pero no teníamos con qué cogerlas. Nos ayudó Julián, que se perdió el gol porque estaba en el baño...

–¿Y dónde están ahora las manos? –pregunté.

–Congeladas –dijo–, hasta que acabe el Tour.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Cuentos murcianos V, Selección natural

En la playa nos llamaban “Las Comadronas”, porque siempre estábamos poniendo a parir a todo el mundo. Veníamos las tres a primera hora, en fila de a una, yo siempre la última, porque tengo un pie torcido; por eso vine aquí la primera vez, por los barros y el yodo, que son muy buenos para los huesos.

La primera iba la Florencia, que mandaba la que más, y era la única que podía con la sombrilla. Luego venía la Rosario, flaca como un demonio, y mala, muy mala, pero divertida, a su manera.

La playa la pisaba siempre primero la Florencia, que era la jefa. A veces la Rosario le sacaba una cabeza, si a la Florencia le daba por toser. Pero a mí nunca me dejaron ganar. Una vez casi lo consigo. Estuve entrenando en casa. En vez de ver la telenovela me levantaba y andaba deprisa por el pasillo. Pero no me dejaron. El día que lo intenté, la Florencia carraspeó y aceleró el paso; sacó el pincho de la sombrilla y lo tuvo todo el rato cerca de mi cara, hasta que desistí y volví a mi puesto en la fila. La Rosario se reía.

En Junio de este año la Florencia murió, pobrecita. Le dio la tos en la playa, justo el día en que se le cayeron los caramelos del bolso al cruzar la calle. Yo no me agaché a recogerlos porque también ando un poco mal de la espalda.

Feet-print

A los pocos días la Rosario murió, pobrecita. La convencí para que intentara llevar la sombrilla ella sola. Y la llevó, pobrecita, justo el día aquél de los vientos tan fuertes. Fue visto y no visto, abrir la sombrilla y adiós la Rosario.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Cuentos murcianos, IV Tsunami

Construía un castillo de arena. Otro padre, a mi derecha, levantaba el suyo. Nuestros hijos, aburridos, jugaban  entre las olas.
Yo me he centrado en el foso y en la muralla con barbacana. Él ha dedicado más tiempo a las torres, demasiado altas para mi gusto.
Había algo de complicidad; silbábamos a dúo “When Johnny came marching home” y asentíamos absortos.

Hemos puesto tanto empeño en los detalles, nos hemos acercado tanto, hemos imaginado los ángulos subjetivos de tal forma, que al cabo estábamos los dos dentro de nuestros castillos, recorriendo los pasillos, cruzando el patio de armas con nuestras mínimas zancadas.
Él ha disparado una cáscara de pistacho. Yo he respondido con una colilla de Marlboro y un hueso de aceituna. Nos hemos reído. Mientras tanto he dado forma a las troneras y al paseo de ronda.
Iba todo de maravilla hasta que han venido los críos con los cubos llenos de agua.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Cuentos murcianos III, Hallazgos

Bucket and Spade
Dijeron en televisión que había una plaga de medusas. En la playa, mi hijo, con la pala y el cubo en la mano, gritó: “¡Una medusa!”.
Veinte o treinta curiosos se agolparon alrededor, casi pisándola.
Dijeron en televisión que había entrado un tiburón en el mar Menor. En la playa, mi hijo, con la pala y el cubo en la mano, gritó: “¡El tiburón!”.
Varios cientos de exaltados lo rodearon, amenazados; amenazantes.
Dijeron en televisión que la gente, en general, es prudente y cabal. En la playa, tomé el cubo y la pala y grité: “¡Una bolsa llena de sentido común!”.
Sólo mi hijo se acercó y preguntó: “¿Flota?”.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Cuentos murcianos, II
Handicapé

En la playa de La Puntica tienen unos bonitos carros amarillos que flotan. En ellos llevan hasta el agua a las personas que no andan. Los socorristas tiran del carro por la arena y lo meten en el mar. El transportado se baña hasta que vuelven y lo sacan, fresco y sonriente.
Esta mañana he visto a un tipo con muy poca pinta de socorrista tirando del carro amarillo. Los socorristas no son tan pálidos. Junto a él caminaba despacio una mujer con aspecto serio. Se mordía las uñas. Suelo verla en la playa, siempre cabizbaja. Su marido le grita mucho. Hoy no gritaba; iba dormido en el carro.
Después de un rato ha salido del agua el pálido tirando del carro vacío. Junto a él iba la mujer, fresca y sonriente. Con la cabeza bien alta.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Cuentos murcianos, I

Hay un hombre que viene todos los días a la playa con media ferretería metida en la bolsa del supermercado. Trae el armazón de un carro de la compra, un rollo de cuerda fina y otro de cuerda gruesa; trae la sombrilla, una pala y un martillo... y trae unos hierros con los que ancla su sombrilla en la arena. Seguramente soldó él mismo los hierros con su argolla, seguramente es el hierro más templado, más resistente; seguramente a mí me da igual y a él no.
Esta mañana, como todas, el hombre ha sacado su martillo y, arrodillado, ha clavado con furia los hierros en la arena. Tiene fuerza. Ojalá siempre tenga unos hierros a mano para desahogarse.
Esta mañana, como todas, su mujer le ha dicho que podría haber clavado los hierros un poco más allá. Pero hoy, sólo hoy, él le ha hecho caso. Se ha levantado con parsimonia y se ha sacudido la arena de las rodillas. Después, inclinándose un poco, ha agarrado los hierros con esas manos temibles. Todos hemos contenido el aliento, menos mal.
Con un impulso entre divino y equino el hombre ha estirado con todas sus fuerzas; un latigazo, una rápida sacudida, como si quisiera llevarse el mantel y dejar las copas de pie.
Y eso ha hecho. Con un amplio movimiento de su brazo derecho, el hombre ha conseguido que la playa saliera disparada, resbalando bajo nuestros pies, y quedara, andrajosa, colgando de los puñeteros hierros.
Luego, con los hierros en alto y un extenso manto de arena tras de sí, el hombre ha mirado a su mujer, inquisitivo.