viernes, 25 de enero de 2013

¿Cuántas guadañas harían falta?

¿Qué quieres que diga? Que se caga en todos, que ojalá se murieran y dejaran sus puestos vacantes de vergüenza póstuma. Que a la mierda con ese enriquecimiento de conspiración pactada que ellos quieren disfrazar de un altruismo insomne y protector de masas.
¿Qué va a decir Wurlington? Que la culpa de que nadie salte la tiene la desconfianza. Que nadie quiere levantarse por miedo a que el vecino le quite la silla. Por eso permanecen sentados. Permanecemos sentados. Avasallados por la aplastante certeza de que la única solución es la guadaña. Ni siquiera un cepillo de ésos de cerdas tan rígidas. La guadaña. Rasurar y dejar que se precipite al carajo lo recién segado. Eliminar la clase política que nos roba el dinero que nos queda tras pagar a la clase política que nos roba el dinero.
Wurlington piensa en la sangre y el desenfreno, y entonces dice que no; que él no empuñaría la guadaña. Que con la guadaña se corta uno fácilmente el pie. Y entonces entra su hijo a la sala. Su hijo, que tal vez no estudiará, que tal vez se muera un día porque quién paga un médico. Y Wurlington busca la guadaña para salvarlo de estos hijos de perra con relojes tan caros y muchísimos coches, y pisos y dietas por vivir cerca del trabajo.
Y con la guadaña en la mano piensa en quién ocupará su lugar cuando salga a la calle solo y loco, segando al aire, y lo atrapen y lo silencien. Y entonces vuelve a su silla, a su sala, a su ahorro escondido y a cagarse en todos y que ojalá se mueran.