Enormes fragmentos de espejo roto flotan a la deriva en un mar de mercurio. Dalma gatea extraviada sobre el cristal; una mano se le hunde en el líquido y la retira veloz, con asco, con rabia. Las gotas de mercurio retroceden desde sus dedos y caen de nuevo, pacientes, sabedoras de que volverán. Dalma gatea en círculos, en zig-zag, en vano. Hunde otra vez un dedo, un codo; hasta el hombro ahora. Su rostro descansa en el filo del espejo, y su boca roza el suave mercurio, que la acaricia, que la acuna.
Dalma gira el rostro y lo introduce allí, despacio, con las manos apoyadas en una postura de leona sedienta derrotada. Y aspira, bebe, traga, esnifa el mercurio, que tarda en entrar pero vuela al seguir entrando.
Sus brazos sienten el nuevo peso que la posee y la envuelve y la recorre hasta teñir de azogue las uñas de los dedos de sus pies.
Plateada, conquistada, Dalma mantiene esa apariencia de bebedora de charca. Y entonces sopla, grita, escupe y vomita con todas sus fuerzas; hasta que el cuerpo de carne comienza a salir del disfraz de mercurio.
Al otro lado, Alice, sentada en la hierba junto al lago, observa el agua hincharse, el surtidor plateado; ve salir una lengua larva que tantea el mundo nuevo, una boca crisálida que la sigue y la encierra; un cuello que pasa alrededor de la boca, una cabeza metamorfosis alrededor del cuello. Y ve a Dalma brotar, parirse marcha atrás en la superficie del lago con un suspiro de termómetro roto.
-Diecisiete, conejo. Ya son diecisiete –dice Alice-. Están viniendo todos.