No era un bote tan grande. O tubo, como se llame, no soy un experto. A lo largo de las primeras seis o siete pulgadas se percibe mi pulso inestable, la presión desigual. Luego es más sencillo. Una línea gruesa de sellador blanco recorre la grieta entre la bañera y el mueble. Sigo hacia abajo, prolongando ese relleno inocuo y permanente. Paseo por los rincones recónditos del baño, sorteando una horquilla, varios pelos; salgo al pasillo y alzo hasta el techo la punta de la pistola. Tapo las ranuras que aparecen en la pintura cuando la casa se mueve, voy hasta el rincón y rodeo a la araña y su columpio malabarista. El cordón blanco prosigue interminable -un cable de antena-, y baja las escaleras hasta la cocina, para escapar pegado a la pared, como un ratón con frío, y salir a la calle. Allí me detengo junto a baldosas sueltas que a veces salpican bajo la pernera del pantalón, como escupitajos traidores de gentes de las cloacas. Voy por la calle y ciego esa ruidosa ranura bum, bum, bum, en la ventanilla del coche del adolescente, inflo con presión increíble el neumático de un vecino y duplico la línea continua de la calzada principal. Voy sellando los agujeros que encuentro, en la cabeza de un asesinado, en la rama de un árbol. Tapo de aséptica buena intención los ojos y la vagina de la puta que enamoró a mi amigo.