El animal más extraño que yo recuerdo son los agujeros de la nariz de aquella chica libanesa. Puertas para respirar, con vida propia. Se movían, dilataban y crecían como si fueran a engullir todo en derredor. De frente, la nariz víctima de aquellos agujeros era una probóscide simple, ni alta ni baja, ni chata ni asesina. Sin embargo, una vez, una sola, me aventuré, desde el supuesto cobijo del regazo subyacente, a mirarlos desde abajo.
No eran iguales. Adiós al mito bilateral.
Tenían en común el portal como función, ser barbacana de un territorio pituitario; ocular, tal vez, de un periscopio para el cerebro. Sin embargo, y esto es lo temible, sus curvas eran desiguales, como si fueran a silbar notas dispares en una especie de polifonía nasal.